19 de Junio del 2015
Cuando un presidente toma el camino del continuismo y, en consecuencia, le coloca una barrera a la alternabilidad en el poder, aunque no sea esa su intención, se convierte en un candidato que perturba el proceso electoral.
De igual manera, desde el momento en que el candidato-presidente le da luz verde a sus funcionarios para iniciar el montaje de la reelección, el Palacio de la Presidencia se suele transformar en un comando de campaña y la administración pública en un botín del que los funcionarios tienen la libertad de disponer para garantizar el triunfo del jefe del Estado.
Lo primero que se pierde en una batalla reeleccionista es la integridad electoral, sobretodo, cuando se desarrolla en democracias que, como la nuestra, carecen de institucionalidad. En ellas la competencia es notoriamente desigual. La cantidad de recursos de que dispone el presidente-candidato, la mayor parte proveniente del Estado, frente a los del candidato ordinario, aniquila la equidad requerida para la legitimación de unas elecciones.
En las elecciones en que compite un presidente en reelección, el candidato retador, al mismo tiempo que al presidente, enfrenta al más poderoso de los adversarios: el Estado. Por esta razón, en democracias consolidadas como la estadounidense, la reelección tiene controles que garantizan que la competencia electoral se desarrolle con adecuados niveles de equidad.
El mejor ejemplo de lo que debe exigirse al momento de la aprobación de una reforma constitucional para instaurar la reelección consecutiva lo dio Colombia, cuando dispuso en la propia Constitución la obligación de la aprobación de una ley que garantizara la igualdad electoral entre los candidatos presidenciales.
Con el fin de garantizar una relativa igualdad de oportunidades en la competencia electoral reeleccionista, se le impuso al presidente de la República, en la Ley Estatutaria de Garantías No. 996 del 2005, a partir de la oficialización de sus aspiraciones reeleccionistas, a más tardar seis meses antes de las elecciones, las prohibiciones siguientes : 1) participar en inauguraciones; 2) adjudicar viviendas gratuitas; 3) entregar subsidios; 4) distribuir tabletas a los estudiantes de colegios y escuelas públicas; 5) utilizar los medios de comunicación con fines proselitistas; 6) contratar directamente, a todos los entes del Estado, excepto para la defensa y la seguridad nacional; 7) aumentar durante la campaña presidencial los recursos destinados a publicidad del Estado, en un monto superior a lo presupuestado en los dos años anteriores; 8) utilizar publicidad del Estado como propaganda política; y, 9) todo aquello que signifique ventaja para el presidente como candidato.
También se le prohibió al presidente-candidato entregar personalmente recursos o bienes estatales, referirse a los demás candidatos o movimientos políticos en sus presentaciones o disertaciones públicas como jefe de Estado, utilizar o incluir imágenes, símbolos o consignas de su campaña en la publicidad del Gobierno y utilizar en actividades electorales bienes del Estado diferentes a los propios de sus funciones y su seguridad personal.
Lo mismo debe hacerse en nuestro país, en ocasión de la reforma constitucional que acaba de instituir la reelección presidencial, a fin ponerle limites al presidente-candidato y de evitar la profundización de la práctica corrupta de utilizar los recursos del Estado en las campañas electorales, para obligarlo a competir en igualdad de oportunidades con los demás candidatos.
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